La Navidad de antaño en el Perú
Guamán Poma de Ayala
En esta ocasión los invito a darle una mirada de largo aliento a la historia de las Navidades en el Perú. La celebración de esta fiesta, hay que decirlo, llegó prácticamente a caballo. La propia ciudad de Lima se llamó Ciudad de los Reyes pero no en alusión a los monarcas españoles. Se debió a que el día que se decidió el lugar de la fundación era el seis de enero y en esa fecha se celebró la Epifanía, esto es la fiesta de los Reyes Magos.
Durante los siglos XVII y XVIII la celebración de la Navidad fue cristalizando en nuestros pueblos y la fiesta fue cobrando un renovado perfil siempre a la luz de los cambios en la propia Europa o en Los Estados Unidos que no demoraban en pasar por nuestro litoral y penetrar lo que se conocía como “los reinos del Perú”. Siempre ceremonial pero llena de música sacra y profana, la navidad cobró en el siglo XIX un aroma de fiesta eterna. Hablamos de un mes entero de “jaraneta y bebendurria”, para usar expresiones de Ricardo Palma en su tradición. Con igual intensidad se celebraban los días 8, 13, 15, 24, 28 de diciembre y el 6 de enero.
El fervor y el deleite mundano se daban la mano. Las familias levantaban altares festivos y al caer la noche llegaban los enviados. Desfilaba rica comida, se entonaba con fervor diversos villancicos y luego “empezaba lo bueno”. Cuando se retiraban los invitados de etiqueta empezaba lo bueno. Las parejas bailaban delante del altar. ¿Qué bailaban? El ondú, el paspié, la pieza inglesa y demás bailes de sociedad por entonces a la moda.
En aquel tiempo esperaban hasta el 6 de enero para entregar los obsequios navideños. Todo luego de una misa especial y de luego de probar la sabrosa rosca de reyes. Una vez terminada la cena se procedía a abrir los anhelados regalos y finalmente empezaba otra gran jarana.
¿Y en Talara?
Ya en pleno siglo veinte tuve ocasión de ver en detalle las celebraciones de la Navidad en 1931. Talara era una ciudad con todo su adelanto, casi un enclave gringo en pleno Piura. Y la propia capital vivía al compás de la influencia cultural norteamericana. Pero igual se vivía la Navidad, con sus villancicos y viandas. Su chocolate y la misa de Gallo, castillos de fuego, maromas, danzantes. El ritmo de vida era otro, pausado y relajado. Para los festejos propios del Año Nuevo parecía faltar una eternidad y más todavía para la anhelada bajada de Reyes, que dejarían regalos a su paso.
En los grandes salones familiares de la capital, los comensales se esmeraban en dejar atrás chicharrones, tamales y humitas. Luego se despachaban fritangas, cau-cau y escabeche. Dribleaban mazamorras, manjar blanco, picarones y natillas. También destacaban en la mesa los camarones, las salchichas, las papas con sus diferentes salsas, buen vino y todo tipo de chichas invitando a seguir la tertulia futbolera. Hasta que algún fonógrafo de última generación permitía el milagro de la música y se daba inicio a los bailes, que algunos ya llamaban dancing.
En los hogares del pueblo también se recibía las visitas de amigos y familiares para exhibir el belén doméstico ese día de navidad. Se hacía de tripas corazón y todos eran bienvenidos. En la puerta de entrada solía colocarse un platillo destinado a los orines del niño. Ahí se depositaban las monedas y con ellas se financiaba la rica chicha especial de maíz que se preparaba y brindaba, a título de orines, en honor al Niño de Belén.
Y así, hasta que el ruido de cohetecillos ganaba el ambiente, surgía un arpa, trinaba un violín, bailaban pallas y negrillos y en su momento guitarra llamaba cajón y cajón a la voz primera. Y que viva el niño Dios que ha nacido allá en Belén. Los de arriba y los de abajo festejaban y danzaban por el nacimiento del niño Manuelito. Cada quien a su manera. Compartían una misma fe así estuvieran dándole al fox trot o anduvieran en pleno zapateo de terral.
Escúchanos en vivo a las 8 a.m. en Radio Marilú 105.3 FM
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